Jessica Valeria Méndez, literatura erótica con imágenes de la modelo. La modelo argentina Jessica Méndez presta sus imágenes para un momento de literatura erótica, como parte de una serie de cuentos cortos. Su turno.
Jessica Méndez erótica imágenes
La modelo argentina Jessica Méndez protagoniza uno de los cuentos que componen el volumen que saldrá de modo digital, mediante suscripciones. Los textos están escritos en idioma español, pero tendrá sus versiones en inglés y portugués. Las imágenes de Jessica dan mayor vigor al relato.
La culpa es del gimnasio
Estábamos haciendo ejercicios, en las máquinas. Y la observaba por uno de los espejos. Parecía más delgada. Era la primera vez que la veía en persona. Quizá era suerte o un turno que ella cambiado. No lo sé.
En el espejo no alcanzaba a divisarle el rostro. No era tan necesario en ese primer contacto. El calor allí adentro nos hacía beber líquido como si nunca hubiéramos aprendido de los beduinos por el Sahara. También creí que ella era culpable de la sed inesperada.
Llegué al gimnasio por la insistencia de mi novia. Ella me dijo un día que si no hacía ejercicio no habría más sexo. O sea, no habría más buen sexo. O del que me gusta a mí y no sé cuánto a ella.
Lo cierto es que quiso darme a entender que todo podía irse al mismísimo infierno si no me cuidaba. Vamos, que tampoco yo creía ser una estrella de rock, famélico y sin hambre, delgado y con la sangre envenenada. Pero parece que el abuso de mis pasiones con la gastronomía estuvo a punto de arruinar nuestra vida sexual.
La oí a mi novia en su insistencia y hasta me pareció razonable venir a este gimnasio, tres veces por semana. Siempre he pasado de lejos por estos lugares. Sólo podría decir que los identifico porque oigo una música como hecha con máquinas de lavar ropa. Pero me decidí a ingresar al gimnasio, sin pensarlo demasiado, sin reparar en detalles.
La misión era terminar con aquella amenaza proferida por mi novia.
Antes de esto nunca hubiera imaginado que estaría viendo a esta morocha, desde atrás, gracias la magia de un espejo. Estaba ligera de ropas, toda transpirada por los ejercicios, el cabello atado, saliéndole el resto de pelo como las crines de un caballo salvaje. La empecé a mirar y nunca más pude parar. Bebía agua, sin demasiada razón.
Lo peor vino más tarde, después de varios minutos, en los cuales yo me encontraba pedaleando sobre una bicicleta fija como un neurótico. Allí me percaté que ella también me estaba mirando, gracias a otro espejo, en el cual yo no había reparado.
Sólo en ese momento sentí vergüenza. Y dejé de mirarla, como si su descubrimiento hubiera invadido mi pudor. El cazador cazado.
Volví a verla algunos segundos después, sin pensar en nada. Ahora le veía el rostro. Ella me miraba fijo, como si fuera la bicicleta en la cual yo estaba montado casi como un neurótico.
Nunca cambió el gesto. Sólo atinó a arreglarse la ropa, casi frente mío, acariciándose las piernas, y mostrando los avances de la gimnasia en su cuerpo. Todo eso me lo hacía para mí, un espectáculo privado pero público. Me gustaría pensar así. Era dueña de curvas para tomar a toda velocidad.
Deseaba el triángulo que translucía su tanga, de frente y de espaldas. Lo veía nítido cuando ella hacía pesas. Nos mirábamos, parecíamos animales en celo. La imaginé con una tanga azul y sin sostén. Me entusiasmaba que sus pezones fueran bombones crispados ante la posibilidad de un mínimo roce o un beso seco y corto.
Volví a casa. Y ni siquiera me bañé: interrumpí a mi novia, la llevé a la cama y durante algún rato cogimos como si fuera una reconciliación. Ella no dejaba de repetir que había tenido razón, que yo debía ir al gimnasio. Pensaba en la morocha, en sus cuevas y paisajes, y le decía que sí, que sí, amor. El gimnasio fue una gran idea que tuviste, le dije, pero todo el que era yo estaba acariciando la tanga azul de mi compañera de gimnasio.